Manaos, una ciudad perdida en el Amazonas y encontrada para el turismo


La pregunta es ¿por qué? ya que Manaos no pareciera tener ningún atractivo especial. Pues por­que es­te enorme centro urbano en donde viven casi dos mi­llo­nes de al­mas es el co­ra­zón del Ama­zo­nas, la sel­va más gran­de del mun­do y pul­món ele­men­tal del pla­ne­ta.
Pa­re­cie­ra que eso al­can­za­ra a de­cir­lo to­do, aun­que no: ade­más de ba­se de ope­ra­cio­nes pa­ra rea­li­zar cual­quier ex­cur­sión por la jun­gla y el río más cau­da­lo­so de la tie­rra, la ca­be­ce­ra del Es­ta­do de Ama­zo­nas es un pa­ra­dig­ma glo­bal, que a par­tir de su his­to­ria des­nu­da las fa­len­cias del ca­pi­ta­lis­mo, sus des­va­ríos y con­tra­dic­cio­nes.
Vista aérea de Manaos

 Manaos y las turbulencias del capitalismo desenfrenado
Fun­da­da en 1669, Ma­naos no so­ña­ba con des­ti­nos de gran­de­za. Has­ta que al­re­de­dor de 1850, Es­ta­dos Uni­dos in­ven­tó la cá­ma­ra neu­má­ti­ca pa­ra ves­tir las rue­das de los au­to­mó­vi­les y cam­bió el asun­to. Se­dien­tas de cau­cho, las em­pre­sas nor­tea­me­ri­ca­nas pu­sie­ron pie en la re­gión, don­de la ma­te­ria pri­ma ema­na­ba cual ver­gel. Así, la ciu­dad de­vi­no en me­tró­po­li, la po­bre­za en ri­que­za, y la sim­ple­za en lu­jo y os­ten­ta­ción. Enor­mes edi­fi­cios y pa­la­ce­tes empezaron a florecer en medio de la selva. La fiesta no fue eterna y du­ró en­tre 1850 y 1920, con un le­ve re­pun­te en­tre 1942 y 1945.
Método tradicional de extracción para elaboración del caucho
Hoy, el mu­ni­ci­pio ofre­ce aque­llas épo­cas de es­plen­dor a tra­vés de cons­truc­cio­nes co­mo El Pa­la­cio de Go­bier­no, la igle­sia de San Se­bas­tián y el Tea­tro Ama­zo­nas, íco­no má­xi­mo de la ur­be.  Lo que tam­po­co es­con­de es lo que si­guió al fin de la fie­bre del cau­cho: el de­te­rio­ro ge­ne­ral de una ca­pi­tal que pa­só de la glo­ria a la de­ca­den­cia en unos po­cos años.
Con to­do, la sép­ti­ma ciu­dad de Bra­sil lo­gra cau­ti­var al via­je­ro. Lo ha­ce con ca­lles y ave­ni­das don­de la idio­sin­cra­sia lo­cal se de­sen­vuel­ve di­li­gen­te, fun­da­men­tal­men­te a par­tir de los mer­ca­dos po­pu­la­res y puestos en la zo­na del puer­to.

Hu­me­dad en el ai­re, cie­lo que cam­bia sol por di­lu­vio en se­gun­dos y el co­lor de un pue­blo en ojo­tas mo­vién­do­se al rit­mo tro­pi­cal. El am­bien­te es de­ses­truc­tu­ra­do en ca­da de­ta­lle, con la aten­ción siem­pre pues­ta en lo que pa­sa en la cos­ta­ne­ra. Y es que ahí es­tá él, el río Ne­gro, el ma­yor afluen­te del río Ama­zo­nas. Co­lo­sal, bus­ca con­tar­nos so­bre otras di­men­sio­nes, las que mar­can las aguas. Sus con­fi­den­tes son las de­ce­nas de bar­cos que pron­to sal­drán con rum­bo nor­te, sur, es­te y oes­te. El via­je tie­ne que ser en na­vío, por­que en la sel­va no hay ru­tas.


Paseos por la Selva Amazónica
 A bor­do de una de es­tas em­bar­ca­cio­nes, nos dis­po­ne­mos a re­co­rrer la sel­va. An­tes, pa­sea­mos por la pla­ya de Pon­ta Ne­gra, el puen­te Ma­naos-Iran­du­ba y el fa­mo­so “En­cuen­tro das águas”, don­de el Río Ne­gro, de aguas os­cu­ras, se jun­ta con el Río So­li­moes, de aguas cla­ras. El con­tras­te en­tre am­bas to­na­li­da­des, cons­ta­ta­ble du­ran­te va­rios ki­ló­me­tros de su­per­fi­cie, plas­ma un es­pec­tá­cu­lo úni­co.
Aho­ra sí, a su­mer­gir­nos en la jun­gla y en lo des­co­no­ci­do. De la ma­no de un guía tu­rís­ti­co, des­cu­bri­mos una por­ción de es­te uni­ver­so lla­ma­do Ama­zo­nas. Es ape­nas una piz­ca de los seis mi­llo­nes de ki­ló­me­tros cua­dra­dos de es­pe­su­ra, ho­gar de unas 70 mil es­pe­cies de ár­bo­les, 100 mil de plan­tas y dos mil de ani­ma­les. Sur­can­do el ver­de, lle­ga­mos has­ta una ca­ba­ña ro­dea­da ex­clu­si­va­men­te de na­tu­ra­le­za. A par­tir de en­ton­ces, la ac­ti­vi­dad se­rá per­ma­nen­te. Ca­mi­na­tas en­tre el fo­lla­je, con­tac­to con tri­bus in­dí­ge­nas, avis­ta­mien­to de aves, cai­ma­nes, mo­nos y has­ta del­fi­nes ro­sa­dos. Man­gos que caen de los ár­bo­les, pi­ra­ñas pa­ra pes­car. Mu­cha mís­ti­ca dan­do vuel­ta y la sen­sa­ción de es­tar cer­ca­do por el en­tor­no más sal­va­je que po­da­mos ima­gi­nar.

Teatro de Manaos, sobreviviente del antiguo esplendor